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21/11/12



Le gustaba sentarse en el escalón de la puerta de su casa a ver llover. Se quedada sentado ahí hasta que dejaba de caer agua del cielo.
Con 8, o quizás 9 años, tenía ya la absoluta certeza de que nada era para siempre. Era muy probable que a esa certeza se debiera su afición por los rompecabezas enormes que nunca terminaba de armar porque ya sabía que no iba a soportar la angustia de poner su última pieza de cielo o de montaña o de rostro de mujer, y dejaba que sus tíos y por ahí también su papá, pero nunca su mamá, pensaran que era un niño disperso o rebelde o un simple vago que nunca terminaba lo que empezada, porque prefería ese pensamiento al otro, a la verdad de que era un niño triste con una tremenda conciencia de finitud, con una convicción de párroco de montaña de que nada era para siempre y de que la muerte andaba todo el tiempo con una cáscara de banana en la mano vigilando el andar y las rutinas de las personas, tentada de ponerla en el camino que sabe que tomarán porque a lo mejor algún distraído la pisa y ella se divierte viendo lo que pasa.
Aprendió a resolver  y a amar los acertijos en casa de su abuela, leyéndolos en esos libros enormes que ya no se consiguen por ningún lado y que tenían un nombre tan maravilloso; El Tesoro de la Juventud, que estaban ahí, en la ventana biblioteca de esa casa chorizo y extraña, llena de laberintos sin dragones, y escondites donde se podía jugar a todos los juegos del mundo. Qué nombre esplendido el de esos libros para un niño que veía los crucigramas como cosa de viejos y que por eso no les tenía paciencia, y por eso luego prefirió jugar con ese cubo ridículamente complicado al principio, y que luego, cuando ya se entendían sus movimientos y su gracia, se volvía tan dócil y fácil que se perdía en los rincones del olvido o lo masticaba Laureano.
Ahora ya no era un niño, pero todavía gustaba de ver llover y esperar que pare, sentado en el escalón de la puerta de su casa. Ahora  pensaba en el cubo. Y por esos misteriosos senderos que tiene el pensamiento, de pensar en el cubo pasó a pensar en el ajedrez, en que nunca supo jugar muy bien. Y siguiendo hacia lo profundo por esos senderos pensó en  Susana, en que a ella sí le gustaban los crucigramas y en que aunque tampoco sabía jugar muy bien al ajedrez,  nunca terminó de entender sus movimientos de seis caras de colores que dependían del clima o de la hora, y en que era por eso quizás que nunca supo si su jaque fue mate, porque abandonó el partido cuando lo vio venir, y se fue siguiendo el vuelo de cualquier cosa que a lo mejor era una mariposa o a lo mejor un papel,  y ella le dijo que era disperso, rebelde y un vago que nunca terminaba lo que empezaba, y se fue muy peinada dejando un Rey descubierto y un cubo todo desordenado.
Y aunque se hacía tarde y no paraba de llover, la costumbre le ganaba a las ganas de todo lo demás, y él seguía viendo y esperando y pensando en lo aliviado que se sintió aquella tarde en que Susana casi se daba cuenta de que era un niño triste, pero al final no, y  en qué cara tendría ella ahora  bajo la lluvia, si es que estaba bajo la lluvia, aunque era difícil porque siempre fue muy coqueta y el agua la despeinaba tanto.


1 comentario:

Estrella Filostar dijo...

Muy bueno. Me gustó mucho.