Le gustaba
sentarse en el escalón de la puerta de su casa a ver llover. Se quedada sentado
ahí hasta que dejaba de caer agua del cielo.
Con 8, o
quizás 9 años, tenía ya la absoluta certeza de que nada era para siempre. Era
muy probable que a esa certeza se debiera su afición por los rompecabezas
enormes que nunca terminaba de armar porque ya sabía que no iba a soportar la
angustia de poner su última pieza de cielo o de montaña o de rostro de mujer, y
dejaba que sus tíos y por ahí también su papá, pero nunca su mamá, pensaran que
era un niño disperso o rebelde o un simple vago que nunca terminaba lo que
empezada, porque prefería ese pensamiento al otro, a la verdad de que era un
niño triste con una tremenda conciencia de finitud, con una convicción de
párroco de montaña de que nada era para siempre y de que la muerte andaba todo
el tiempo con una cáscara de banana en la mano vigilando el andar y las rutinas
de las personas, tentada de ponerla en el camino que sabe que tomarán porque a
lo mejor algún distraído la pisa y ella se divierte viendo lo que pasa.
Aprendió a
resolver y a amar los acertijos en casa
de su abuela, leyéndolos en esos libros enormes que ya no se consiguen por
ningún lado y que tenían un nombre tan maravilloso; El Tesoro de la Juventud,
que estaban ahí, en la ventana biblioteca de esa casa chorizo y extraña, llena
de laberintos sin dragones, y escondites donde se podía jugar a todos los
juegos del mundo. Qué nombre esplendido el de esos libros para un niño que veía
los crucigramas como cosa de viejos y que por eso no les tenía paciencia, y por
eso luego prefirió jugar con ese cubo ridículamente complicado al principio, y
que luego, cuando ya se entendían sus movimientos y su gracia, se volvía tan
dócil y fácil que se perdía en los rincones del olvido o lo masticaba Laureano.
Ahora ya no
era un niño, pero todavía gustaba de ver llover y esperar que pare, sentado en
el escalón de la puerta de su casa. Ahora pensaba en el cubo. Y por esos misteriosos
senderos que tiene el pensamiento, de pensar en el cubo pasó a pensar en el
ajedrez, en que nunca supo jugar muy bien. Y siguiendo hacia lo profundo por
esos senderos pensó en Susana, en que a
ella sí le gustaban los crucigramas y en que aunque tampoco sabía jugar muy
bien al ajedrez, nunca terminó de entender
sus movimientos de seis caras de colores que dependían del clima o de la hora,
y en que era por eso quizás que nunca supo si su jaque fue mate, porque abandonó
el partido cuando lo vio venir, y se fue siguiendo el vuelo de cualquier cosa
que a lo mejor era una mariposa o a lo mejor un papel, y ella le dijo que era disperso, rebelde y un
vago que nunca terminaba lo que empezaba, y se fue muy peinada dejando un Rey
descubierto y un cubo todo desordenado.
Y aunque se
hacía tarde y no paraba de llover, la costumbre le ganaba a las ganas de todo
lo demás, y él seguía viendo y esperando y pensando en lo aliviado que se
sintió aquella tarde en que Susana casi se daba cuenta de que era un niño
triste, pero al final no, y en qué cara
tendría ella ahora bajo la lluvia, si es
que estaba bajo la lluvia, aunque era difícil porque siempre fue muy coqueta y
el agua la despeinaba tanto.
1 comentario:
Muy bueno. Me gustó mucho.
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