Y los trenes nos subían y nos llevaban y nos bajaban, y caminábamos
de una punta a otra de las ciudades tan tomados de las manos. Y las cervezas
nos refrescaban cuando los bares nos sentaban en sus sillas para que nuestros
cuerpos nos descansen. Y nos reíamos tanto de nosotros mismos que contagiábamos
a todos, y todos se reían de ellos mismos y de nosotros y de todos, y quizás eso era la felicidad o el
comunismo… eso pensaba yo.
Y me quedaba solo en la noche, y me daba cuenta de que lo
único verdaderamente mío era la luz que se prendía y la ventana que se abría
para que volaran las llaves del cielo, y tus labios finos en mis labios
gruesos, y tanta desnudez que multiplicaban los días por dos y por tres y por
cuatro, y nunca un te amo para que yo adivinara que me ibas a querer para
siempre. Y las canciones que dibujaron
el camino que transitamos hasta ese final que ya sabíamos de antemano inalterable,
un final de puertas abiertas y de dibujitos de aviones en las servilletas a la hora del desayuno… y
vos.
Y vos.
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