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20/5/12


"En el altillo de un gran monasterio, había un viejo monje discreto, modesto, sin rango, oscuro entre los oscuros, un poco extraño. Sus colegas lo consideraban un ignorante, copia de un iluminado, en el sentido común de la palabra y no en el budista, ingenuo. Hay que decir que a pesar de todos los años pasados a la sombra de los muros del monasterio, no brillaba por su erudición. El veterano se enfadaba por la lectura de los textos sagrados y en verano, pasaba la mayor parte de su tiempo a la orilla de un estanque resplandeciente de lotos, arrullado por el murmullo del viento, la entonación de los insectos y el canto de los pájaros. Meditaba distraído sentado en una roca, bajo la monumental sombrilla de un viejo árbol.
Una hermosa tarde inundada de sol, un grupo de jóvenes monjes fueron a recorrer el estanque. Fue entonces que pudieron observar, con asombro, la manera tan confusa que el anciano tenía de meditar. No pasaban cinco minutos sin que se inclinara para perturbar el espejo líquido con una ramita. A veces, se levantaba para caminar, con una rama en la mano, con la que sacaba una hoja de árbol del agua. Su curiosa estrategia hizo reír a sus hermanos más jóvenes, quienes se encargarían de darle una lección sobre la meditación.
-¿No sería mejor concentrarse con los ojos cerrados para no distraerse con el espectáculo del mundo? ¿Cómo podríamos esperar un alto logro espiritual si se mueve sin cesar? No puede estabilizar su espíritu ni dejar que el prana circule armoniosamente por los finos canales.
-Es cierto, tome como ejemplo a Buda, que obtuvo el despertar supremo permaneciendo inmóvil bajo el árbol de la iluminación.
El viejo monje se inclinó para darles las gracias por sus consejos, y enseñándoles un insecto que había pescado con la ramita, les dijo, con una sonrisa encantadora en sus labios:
-Ustedes están probablemente en lo cierto, mis jóvenes hermanos. Pero, ¿cómo puedo meditar serenamente si a mi alrededor hay seres vivos que están por ahogarse?
El grupo de jóvenes quedó estupefacto. Hubo un largo silencio, luego uno de ellos, con experiencia en justas metafísicas y desesperado por salvar las apariencias, respondió:
-Debería retirarse a una cueva para consagrarse a su propia salvación. No se preocupe demasiado por el destino de los demás. Déjelo al orden natural del mundo. Todo el mundo obtiene el resultado de sus actos anteriores. Es la ley del karma.
Y con estas palabras sentenciosas, los que dieron la lección se alejaron envueltos en sus hábitos monásticos. Llegaron a un puente que cruzaba el estanque. Fue entonces que en medio del travesaño, uno de ellos resbaló sobre una tabla cubierta de musgo y cayó al agua. El infeliz, no era otro que el orador kármico, chapoteaba entre los nenúfares, visiblemente a punto de ahogarse. El estanque era profundo en ese lugar. Fue el pánico general, ninguno de los monjes sabía nadar.
El viejo extravagante, con su infatigable sonrisa en los labios, se levantó tomó una rama y como no era lo suficientemente larga, comenzó a caminar sobre el agua. Bajo la mirada atónita de los jóvenes monjes, enlazó al candidato a ahogarse, tiró de él hacia la orilla sin mojar su faldón remendado. La milagrosa historia recorrió todo el monasterio. De ahora en adelante, consideraban al viejo un santo, un Bodhisattva oculto, un Buda viviente. Él se sintió incomodo, no podía soportar ser objeto de devoción. Se fue a otra provincia donde se escondió en el altillo de un gran monasterio".

Cuentos de los sabios del Tíbet Seuil Pascal Fauliot

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