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22/5/09


No sabíamos existir sin esa lúdica fatalidad, no sabíamos desnudarnos ni arroparnos, ni volver a desnudarnos. La locura fue dócil, la caricia extraordinaria, pero resultó inútil todo intento de retenerla más allá del oscuro azul de una luna luz. No hubo una razón, nunca la hubo entre nosotros a la hora de jugar en el subibaja escéptico de nuestro porvenir. Pero allí estábamos y la luciérnaga que jamás pude encontrar en ninguna playa, en ninguna marea alta o baja, en ninguna hamaca meciéndose en el viento, entre las piedras o el infinito, brilló verde en la noche mientras el sube y el baja, y el baja y el sube eran el mundo y su bellaza y la luciérnaga que iluminaba por primera vez nuestras caras felices de humedad y sal riendo con el suave murmurar de yoga que tienen las hormigas laboriosas o las olas a esas horas esplendidas en que tanto nos amamos.
Sabíamos que cualquier otro movimiento era desorden, que un grano más de arena derrumbaría todo el castillo. Pero había que dar vuelta el reloj en el egoísta intento de morir allí o de ir más allá, había que empujar aun más el abismo con nosotros y todo, había que buscar desesperadamente la luz más profunda del horizonte. Nos dimos la mano porque entendimos que con los pies sobre la tierra el precipicio está por todos lados y es inmenso, y no hay pértiga ni alfombra mágica que sirvan para nada. Fuimos nuestras alas y nuestra renuncia, nuestro cielo en auge y nuestra miseria.
No hubo una razón, nunca la hubo entre nosotros. Pero ya no querías bajar, ya no quería subir, y el equilibrio indeseado nos devolvía la falsa armonía, la circular soledad, el helado abrigo puertas adentro, las secretas ganas de llorar, el imposible amor de un banco de plaza.

1 comentario:

Anónimo dijo...

creo en las almas inmortales,creo en las historias que te marcan para siempre,creo en los amores de bancos de plaza...y las revivo,las recuerdo,les lloro,les rio..les Soy como me Son a mi...